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Entonces uno deja de pensar que la locura es algo maravilloso, un reverso plateado se hincha y sale una cosa redonda. Una cosa redonda, no hay más nada, la coyuntura lúdica no llega a esa zona, ni siquiera la poética. Una cosa redonda que uno se pone en la lengua. ¿Para qué? Uno quiere volver a ser uno, a ser más o menos normal, y la pastilla es parte de la negociación, como liberar a un rehén es un gesto. Claro que no pensé en casarme, pero cuando uno ve a los hijos de otros quisiera eso, que pregunten con voz chillona y una tonada que vaya a saber de donde la aprenden. La locura es un lugar horrible donde se niega uno. Sería fantástico que la fantasía no acarreara fantasmas en las ruedas, que la felicidad no se llevara tan bien con la ignorancia. Una cosa redonda, pero nunca una rueda, solo una cosa redonda. Nadie elije estar loco, nadie lo elijiría si supiese lo que elije. ¿Cómo convencerse de su propia locura? No poder ver las cosas de otra manera no se asemeja a la dicha, entonces el cuadrado va en el agujero cuadrado, el triangulo en el agujero triangular y el circulo en una cosa redonda. Todo por entrar al circulo donde todos interactúan, por poder volver a comunicarse con alguien, en algún lugar, en alguna vez. El loco es aquel que perdió esta comunión, que no le sale ser parte, apoya los pies 30 centímetros por debajo de las baldosas y furias violentas lo sacuden por la profundidad de su cabeza proyectada al infinito. Entonces el loco ya no puede acceder al amor, ya no puede sacar conclusiones que le sirvan a todos, ya no puede intercambiar, comunicarse, estar en paz. Nadie negociaría su alma y menos su cabeza. Pero ningún loco puede explicar esto, porque ya no pueden explicar casi nada.