Nunca fui un chico que se destaque ni que tenga grandes anécdotas u ocurrencias como tantos. Es más, creo que en toda mi infancia cosas notables como la luna no me llamaron la atención, la daba como un hecho
natural sin importancia.
No sé cuándo comencé a mirar la luna. Una vez apareció un fuego en el medio del mar, un fuego que crecía con una simetría horizontal hasta volverse gigante. Por fin se despegó del horizonte y resultó ser una media luna roja, muy roja. Pero no sé. Sé que no fue en una luna llena, por que algo no me gusta de las lunas llenas y supongo qué es. Cuando hay lunas menguantes o crecientes o como sea pero iluminada en parte, pienso en dónde está el sol, dónde la tierra, me gusta mirar la sombra redonda de la tierra sobre la luna también redonda. Imagino que ahí, en ese límite de la tierra hay algún hombre y un árbol, en ese límite exacto de la tierra y la luz del sol. Por eso intento ver en la sombra que hace la tierra sobre la luna la figura de ese hombre o de ese árbol. Es imposible, sí, ya sé, pero por minúscula que sea esa sombra debe estar en algún lugar de la luna, la sombra de un hombre que no sospecha nada porque tiene un sol que le da y que lo calienta, no sabe que una parte de su sombra, que parece desparramarse por kilómetros, está en la luna; que la sombra de su cabeza está en la luna mientras él no sospecha nada con el sol en plena cara. Lo sé porque nunca me pude acordar de la luna cuando estoy mirando el sol desaparecer tras la tierra mientras mi cabeza, tal vez, es una sombra que se va perdiendo en la luna.
1 comentario:
Aun si digo sol y luna y estrella me refiero a cosas que me suceden. ¿Y qué deseaba yo?
Deseaba un silencio perfecto.
Por eso hablo.
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